19 abr 2007

De amor y mentiras

Recordando a mi mamá que murió hace un año pienso en lo difícil que es valorar el amor de los papás cuando todavía están por ahí; uno piensa que son invasores, posesivos, y que lo tratan como un niño chiquito. Piensa que es casi ridículo que lo quieran tanto y que muestren de una forma tan evidente la felicidad de estar con uno.
Después, cuando hacen falta se da cuenta de que eran dos seres que estaban profunda y desinteresadamente enamorados de uno, de una manera muy especial. Mi papá ahora es para mí una caricia en la mejilla, un cariñoso cleticas y un recuerdo de la felicidad y orgullo que me hacía sentir cuando salíamos juntos. A mi mamá le encantaba todo lo que yo hacía; era mi cómplice absoluta, mi amiga que guardaba secretos, que me perdonaba mis imprudentes defectos. Nunca tuve que hacer ningún esfuerzo para que me escuchara, para que me hablara, para que me quisiera. Era tan simple nuestra manera de entendernos que para pedirle disculpas después de una discusión le mandaba un canasto lleno de mangos y eso la hacía felíz.
Un pastelito de frambuesa no es suficiente para endulzar todos los recuerdos. Me tomo un té y me acuerdo que tuve que mentirle a mi mamá. Tuve que aprender a mirarla a los ojos y decirle que todo iba a salir bien. Yo sé que ella siempre supo mirar a través de mis ojos. Supo escoger entre mis palabras la verdad. Yo creo que estaba más asustada por la mentira que me tenía que decir yo a mí misma que con la mentira que yo le decía a ella.

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